CAPITULO
XVII
Cristina Solitaria
Cristina Solitaria contaba alrededor de
unos 30 años: año arriba, año abajo. Si en mi trayectoria vital, en ese ir como
la falsa moneda, "que de mano en mano va, y ninguno se la queda", he
visto almas solitarias tanto hombres como mujeres lo de Cristina resulto una
verdadera conmoción. Y no tanto la soledad que padecía en si
misma, sino la desesperación que sentía y la conducta que, como consecuencia, seguía.
Me explico: todo aquel que tiene por compañera
a la soledad, todo aquel que se siente solo, intenta salir de esa situación de
alguna manera. Busca el calor del cariño. Pero con un ápice de cordura,
sabiendo decir "no" a ciertas compañías, que solo traen problemas y
hunden más en la soledad. Sin embargo, Cristina Solitaria iba por la vida dando
verdaderos tumbos.
He de decir que, de alguna manera, me
recordaba un balón de futbol: al defensa le llega el esférico, que de una
patada manda al centro campista y este envía al delantero de un certero puntapié.
Pero el balón de futbol no es de carne y hueso y Cristina, sí. Y el resultado
de ese partido de balompié continuo, cuando yo la conocí, la tenía doblada.
En realidad, se conformaba con migajas
de sucedáneo de amistad. La verdad era que Cristina, en su afán de sentirse una
persona querida, daba toda clase de facilidades a quien le dirigiera la palabra...
Mas no conseguía sino unos momentos de leve afecto. Sabía que no era persona
que dejara huella ni recuerdo en quien la conociera. Sin embargo, ella si tenía
una buena colección de nombres que, en diversos momentos, sencillamente, le habían
entregado solo una brizna de cariño.
Tal cadena de fracasos la fue hundiendo
en una honda tristeza, que sus ojos, negros como la noche, reflejaban. Ante tan
cruel realidad, su refugio fue la imaginación, esa fiel aliada que todos los
humanos poseen. Y en su imaginación se montaba historias en las que intervenían
personas que ella conocía. Historias en las cuales cambiaba totalmente las
circunstancias y situaciones reales, adaptándolas a su gusto y modo, de forma que
sentía los abrazos y ternuras que tanto anhelaba.
Y, cuando se sabía sola físicamente, de
lo más íntimo de su alma brotaba la queja más sentida que jamás he escuchado.
Si yo, que al fin y al cabo, solo soy un mechero de plástico barato, me sentía
conmovido, ¿que no será si esos soliloquios los escucha una persona, a la que
se supone poseedor de unos sentimientos? Juro que, en esos momentos, hubiera
dado lo que fuera por transformarme en ser humano y poder consolarla.
¿Acaso en este planeta superpoblado no hay nadie que pueda sentir un poco de cariño por Cristina? ¿No hay
nadie que sea capaz de brindar una amistad sincera a ese corazón solitario, que
solo pretende que alguien la quiera? Me mata la impotencia, como a ella la
mato, aquella madrugada, la cuerda que ato alrededor de su garganta.
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